DISTÓPICO: Cuando el fin del mundo sucede adentro
Por Esteban Mauricio Soria
La canción que abre el álbum Distópico arranca con fuerza y sin preámbulos. La batería ataca con un ritmo enérgico y marca el camino hacia un rock-pop vertiginoso, dándonos una sensación de movimiento constante, casi de persecución. Mientras conforma una base sólida y potente con el bajo eléctrico, las guitarras cristalinas contribuyen a lo melódico y a lo atmosférico. Los teclados tienen un rol clave, como casi en todo el disco: no están al fondo ni de relleno; son actores principales y aportan un color nostálgico que recuerda a los ’80.
La voz confidente de Nahuel dialoga con un mundo
que parece estar desmoronándose. “Distópico” expone la idea primordial del
disco: nos muestra un escenario de alienación, abatimiento y extrañeza frente a
un mundo que ya no promete nada bueno. En lugar de presentarnos ciudades de
neón futuristas o regímenes totalitarios, la letra sitúa la distopía en el terreno
íntimo (en un concepto que atraviesa casi todo el álbum): es la psique del sujeto
poético la que nos muestra una sociedad interna fracturada donde los afectos
–el amor, el dolor, el deseo, la falta– administran el miedo y la desesperanza.
Desde el primer verso, “tantos tiempos viejos
arrojados por ahí”, hay recuerdos y viejas heridas que, como residuos tóxicos,
contaminan el presente. Ese pasado que “se arroja” funciona como la
arquitectura de la distopía interna, un paisaje de cenizas emocionales donde incluso
el descanso se vuelve una tarea amenazante. El “miedo a tenerte que dormir”
actúa aquí como una desconfianza no sólo al encuentro vulnerable con el otro,
sino también con uno mismo: la distopía no es un enemigo lejano, sino la
tensión interna de no saber qué ecos nos devolverá el silencio.
A lo largo de la canción, aparecen figuras de poder
–“la dueña de este lamento” y “el dueño del placer”– que remiten a jerarquías
afectivas: la pena y el deseo se autonomizan y se hacen gobernantes. Son
cuerpos políticos de la emoción que perpetúan la alienación: el sujeto no puede
escapar de su mandato. Sin embargo, continuamente desafía esa autoridad cuando
el tono adquiere matices sarcásticos (“que te va a matar de sed”) o cuando manifiesta
las negativas: “ya no tengo más miedos a no perderme y encontrarme viejo acá”. La
negativa y el sarcasmo reivindican un lugar de resistencia, un territorio en el
que el sujeto decide no ser prisionero de sus propios fantasmas.
La serie de negativas del tramo final (“No me hagas ver la escena”, “No te persignes por un sol que no merece un cielo hoy”, etc.) refuerzan la idea de rebeldía. Rechazar el artificio de la “escena” o la sacralidad vacía del “sol/cielo” equivale a cerrar las puertas de un régimen afectivo que promete utopías mentirosas. Esta negación de la utopía refuerza el tono nihilista que atraviesa todo el álbum: pareciera que no hay salvación posible.
Sin embargo, dentro de esta narrativa de
alienación, a pesar de las heridas y la tormenta emocional que domina al sujeto
poético, el amor parecería ser un refugio, aunque frágil. “No te arrepientas de
este amor, aunque me cueste el corazón / ¡Todo este pobre corazón!”. Se
presenta aquí como algo costoso, doloroso, pero también como una de las últimas
armas contra la alienación. El “pobre corazón” no es una declaración de
rendición, sino una aceptación de que el amor, aunque imperfecto, es quizás lo
único que puede salvar al individuo de una completa disolución en su entorno
distópico. Es una resistencia dolorosa pero significativa, la última esperanza
frente a una sociedad que parece condenada a la autodestrucción.
En conjunto, “Distópico” inaugura su propia
sociedad futura: un territorio desolado dentro de cada oyente, hecho de
memorias tóxicas y deseos de resistencias cotidianas. Es una obra de
autodefensa emocional que atraviesa el mapa de esa ciudad devastada que todos
llevamos dentro.