Por Esteban Mauricio Soria
Nacido de padres rusos y criado en el Reino Unido, Dima Zouchinski nos entrega en Drug Dealer un retrato sucio, directo y sin romanticismo de una experiencia real vivida en los márgenes. Drug Dealer es grunge en estado puro, con claras reminiscencias a los 90: en la cara, incómodo y corrosivo.
Aunque hay algo de teatral en esta canción, la escena es clara: un intercambio tenso, el miedo latente, y la sensación de que todo podría salir mal. Lejos del glamur nihilista que a veces tiñe el relato de las drogas en el rock, Drug Dealer elige mostrar el lado gris, el momento incómodo, la transacción cargada de amenaza y miedo.
“Oh my god drug dealer / Please don't hurt me / You are a twat / I ain't
blind to see”. El lenguaje es directo, incluso vulgar, y eso
es parte de su poder. No hay eufemismos ni metáforas elaboradas. El tono es
casi teatral por lo absurdo: una súplica ansiosa, un insulto velado, una
confesión temblorosa. El protagonista no es un rebelde ni un adicto glamoroso,
sino alguien metido en un embrollo banal y peligroso, tratando de sobrevivir a
una escena desagradable. Zouchinski le da la cara a la realidad sin maquillaje,
lo cual encaja a la perfección con el espíritu de la canción: una experiencia
que molesta, que no encaja, una situación que lamentablemente sucede con bastante
más frecuencia de lo que uno cree.
La
producción sonora es deliberadamente cruda, es una parte esencial de la
propuesta musical, como un anti-pop, una declaración estética que se hermana
con los momentos más ásperos de bandas como Nirvana o Dinosaur Jr.
Pero hay algo más, no es sólo grunge, sino que hay algunas reminiscencias más
antiguas, al menos en esta canción, a artistas como The Jimi Hendrix
Experience.
“One minute he is all acting nice / The next he hands some strong supplies”. Lo que comienza como una transacción trivial termina con una salida urgente, con la frase final dejando en el aire una renuncia: “Gonna have to skip the show”. Lo que debía ser un trámite se convierte en una retirada incómoda, como tantas otras que ocurren en las esquinas invisibles de la ciudad.